La imagen de nuestro planeta tomada desde la luna, revolucionó la conciencia humana. Este descubrimiento echó por tierra la teoría física aristotélica que consideraba a los astros como esferas celestes, puras, perfectas e inmutables.
El 17 de febrero de 1600, en Roma, los servidores del Santo Oficio, luego de ser juzgado por la Inquisición y no retractarse, quemaron al filósofo Giordano Bruno, condenado por blasfemia, herejía e inmoralidad por haber dicho en su cátedra que "la Tierra ya estaba en el Cielo", puesto que navegaba por el espacio. Lo que no sabía Giordano Bruno es que la tierra navega por el espacio a treinta kilómetros por segundo(1).
Cuando las cenizas de Bruno fueron lanzadas al viento, Galileo tomó su relevo en el estudio de los astros. Uno de sus primeros trabajos fue perfeccionar el telescopio holandés y cuando consiguió una lente de veinte aumentos convocó al Consejo de Venecia en la cima del campanile de San Marcos y la enfocó hacia la luna para mostrar a los clérigos y prebostes civiles los accidentes geológicos que había en su superficie.
Precisamente, éste fue el descubrimiento que trajo por los suelos la teoría física aristotélica que consideraba los astros como esferas celestes, puras, perfectas e inmutables. Galileo también fue condenado a morir en la hoguera y sólo un falso arrepentimiento de última hora le salvó de esa condena.
Ahora, nada que no sea global, planetario y universal tiene ya sentido. Todos los sueños de la humanidad se dirigen hacia las galaxias y, a la par, se ha instalado en el centro de nuestro cerebro un principio insoslayable: en esta nave que es la Tierra, o nos salvamos todos o perecemos todos.
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